domingo, 28 de septiembre de 2008

Tuyo es el Reino y el Poder y la Gloria, por todos los siglos.

He aquí una estupenda cláusula sentenciosa en la que se resume la verdad esencial de la Omnipresencia y la Totalidad de Dios. Significa en verdad que Dios es el Todo en Todo; el hacedor, la acción y el hecho, y podríamos decir también que el espectador. El reino en este caso significa toda la creación, en todos los planos, porque eso es la Presencia de Dios —Dios como manifestación o expresión.
El poder es evidentemente el poder de Dios. Sabemos que Dios es el único poder; por eso cuando obramos u oramos, es realmente Dios quien se expresa por medio de nosotros. Así como el pianista expresa su música usando los dedos de su mano, aquellos que obedecen a Dios vienen a ser como Sus dedos con los que El obra. Suyo es el poder. Si cuando oramos mantenemos la idea de que es realmente Dios quien actúa por medio de nosotros, nuestras oraciones ganarán inmensamente en eficiencia. Digamos, "Es Dios quien me inspira". Antes de emprender una obra cualquiera pensemos sinceramente, "La Divina Inteligencia está actuando ahora a través de mí", y nos sorprenderemos de ver con qué extraordinario éxito llevamos a cabo las tareas más difíciles.
El cambio maravilloso que se opera en nosotros a medida que realizamos lo que la Presencia de Dios realmente significa, trasforma cada fase de nuestra vida, volviendo la tristeza en gozo, la vejez en juventud, las sombras en luz. Tal es la gloria —y la gloria que nosotros recibimos es, por supuesto, la de Dios también— y la felicidad que esa experiencia nos trae es, de nuevo. Dios mismo, quien está consciente de esa felicidad a través de nosotros.


En años recientes, el Padre Nuestro se ha reescrito a menudo en la forma afirmativa. Así, por ejemplo, la cláusula "Venga Tu reino, hágase tu voluntad", viene a ser "Tu reino ha venido, tu voluntad se está cumpliendo". Todas estas paráfrasis son interesantes y sugestivas, pero su importancia no es vital. La forma afirmativa sería la más conveniente con el propósito de curar, pero no es más que eso, una forma de oración. Jesús usaba la forma invocatoria muy a menudo, aunque no siempre, y su uso frecuente es indispensable para el desarrollo del alma. No se debe confundir con la forma suplicatoria, en la cual se demanda gimiendo como un esclavo que suplica a su dueño. Esa actitud es siempre falsa. La forma más elevada de oración es la contemplación, en la cual el pensamiento y el pensador se vuelven uno. Ésta es la Unidad de los místicos, la cual es rara vez experimentada en los primeros estados del desarrollo espiritual. Rece Ud. de la manera que encuentre más fácil, porque la manera más fácil es el mejor camino.
(Tomado de el Libro El Sermón del Monte - Emmet Fox - Serapisbey Editores Panamá)

Y no nos pongas en la tentación, mas líbranos del mal...

Esta cláusula ha causado probablemente más controversias que ninguna otra parte de esta oración. Para muchas personas sinceras ha sido un verdadero tropiezo. Creen ellos, y con razón, que Dios no podría conducir a nadie hacia tentación o mal de ninguna clase, por lo cual el sentido de tales palabras no suena sincero.
Por este motivo ha habido muchos intentos de modificar el contenido de esa frase, pensando que Jesús no ha podido decir lo que tales palabras suponen que dijo, y así se ha buscado cierta fraseología que viniera más en concordancia con el tono general de Su enseñanza. Heroicos esfuerzos se han hecho para variar el texto griego original; pero ha sido tiempo perdido. La cláusula tal como está, expresa a la perfección el contenido íntimo del mensaje. No olvidemos que el Padre Nuestro abarca todos los aspectos de la vida espiritual. Bajo su forma condensada constituye un manual completo para el desarrollo del alma, y Jesús conocía bastante bien los peligros sutiles y las dificultades sin número que el alma encuentra en cuanto comienza a avanzar en el camino de la perfección. Como los que se hallan todavía en una etapa preliminar de ese desarrollo no encuentran tales dificultades, concluyen que esta cláusula es innecesaria; pero se equivocan.
Cuanto más meditamos, cuanto más tiempo dedicamos a la oración, tanto más se aumenta nuestra sensibilidad. Y si consumimos un gran tiempo indagando acerca de las cuestiones que atañen a nuestra alma, nos tomaremos extraordinariamente sensitivos. Ello es excelente sin duda; pero como todo en este mundo, tiene sus peligros. Cuanto más lejos se llega en el camino de la vida espiritual, tanto más poder se gana en la oración; pero al mismo tiempo se hace uno más vulnerable a nuevas tentaciones que son desconocidas a los novicios. Se nota, además, que por faltas ordinarias, insignificantes a los ojos de la mayoría, uno es castigado severamente; pero esto es bueno, porque nos obliga a mantenemos en la línea recta, y en perenne vigilancia. Las transgresiones aparentemente menores, "los zorros pequeños que echan a perder nuestras viñas", malograrán todo nuestro poder espiritual si no las atendemos prontamente.
Nadie que haya alcanzado este nivel espiritual será tentado a meter la mano en la bolsa ajena, ni a robar una casa, pero ello no implica que no tenga tentaciones, y las que se presenten serán cada vez más sutiles, y por lo tanto más difíciles de vencer.
A medida que avanzamos en el terreno espiritual, nuevas y poderosas tentaciones nos esperan en el camino, siempre listas a derrotamos si no estamos vigilantes —la tentación de luchar por la propia gloria en ensalzamiento en vez de por Dios; tentación de buscar honores y distinciones, y aun ventajas, materiales; tentación de permitir que las preferencias personales influyan en nuestros juicios cuando es un deber sagrado tratar a todos los hombres con perfecta imparcialidad—. Y más allá, y por encima de todos los pecados, está el pecado mortal del orgullo espiritual, "la suprema flaqueza de un corazón noble", que se embosca en este camino. Muchas almas elevadas que han pasado victoriosamente todas las otras pruebas, han caído en una condición de superioridad moral y propia justificación que ha venido a ser como una cortina de acero entre ellos y Dios. El mucho saber comporta mucha responsabilidad; y violar esa responsabilidad acarrea castigos terribles. Noblesse oblige es una verdad primordial en las cosas espirituales. El conocimiento que uno tiene de la verdad, por pequeño que sea, es un sagrado depósito que nunca debe ser profanado. Así como es cierto que no debemos "arrojar nuestras perlas a los cerdos", ni imponer por fuerza la verdad allí donde no quieren recibirla, no es menos cierto que debemos sabiamente diseminar el conocimiento de Dios entre la humanidad, a fin de que "ninguno de estos pequeñitos tenga hambre" a causa de nuestro egoísmo o indiferencia. "Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas".
Los viejos escritores místicos estaban tan conscientes de estos peligros que, con su don de alegoría, han representado al alma en el camino ascendente como un viajero detenido en cada vuelta y sometido a diversas pruebas antes de poder seguir. Si lograba pasar las pruebas satisfactoriamente, podía continuar adelante con la bendición de quien lo había desafiado. Pero si, desafortunadamente, fallaba, se le negaba el paso.
Ocurre que algunas almas con escasa experiencia, ansiosas por un rápido progreso, desean imprudentemente someterse a toda clase de pruebas, y aun se ponen a buscar dificultades que vencer, como si sus propios caracteres no les presentasen ya amplia ocasión para ejercitarse. Olvidan la sabia réplica de nuestro Señor en el desierto: "No tentarás al Señor tu Dios", como está escrito, y los resultados de obrar en contra son siempre desastrosos. Es por eso que Jesús ha insertado esta cláusula, en la cual pedimos que se nos libre de todo aquello que sea demasiado para nosotros de acuerdo con nuestro nivel espiritual. Pero si somos sensatos orando diariamente por sabiduría, inteligencia, pureza, y la guía del Espíritu Santo, jamás nos veremos en presencia de ninguna dificultad contra la cual no sean suficientes nuestros propios recursos para vencerla. "Ninguna plaga tocará tu morada." "He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo."

domingo, 7 de septiembre de 2008

Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores...


Esta cláusula es el centro de gravedad de la Oración; la llave estratégica de todo el Tratamiento Espiritual. Notemos que Jesús ha compuesto esta maravillosa Oración de tal manera que corresponde perfectamente a los estados sucesivos del desarrollo del alma, y del modo más conciso y eficaz. No omite nada que sea indispensable para nuestra salvación, y, sin embargo, tan concisa es que no sobra ni un pensamiento ni una palabra. Cada idea ocupa su lugar en un orden lógico y armonioso. Algo más sería redundancia; algo menos la dejaría incompleta. Este punto que tratamos ahora concierne al factor crítico de perdonar las ofensas.
Habiéndonos dicho lo que es Dios, lo que es el hombre, cómo funciona el universo, cómo hemos de hacer nuestra parte —la salvación de la humanidad y de nuestras propias almas— nos explica cuál es nuestro verdadero alimento o provisión, y la manera de obtenerlo; y ahora viene la cuestión del perdón de los pecados.
El perdón de los pecados es el problema central de la vida. El pecado es una sensación de estar separados de Dios, y es la tragedia mayor en toda la experiencia humana. Por supuesto que sus raíces están en el egoísmo; el pecado es un esfuerzo para obtener un bien al cual no tenemos derecho en justicia. Es una sensación de una existencia exclusivamente personal, aislada, egoísta, mientras que la Verdad del Ser es que todo es Uno. Nuestro ser real es Uno con Dios, inseparable de Él, expresando Sus ideas, testificando de Su naturaleza —el Pensamiento dinámico del Espíritu. Y como todos somos Uno con el gran Todo del que somos espiritualmente una parte, de esto se deduce que somos uno con todos los hombres. Precisamente porque "en El vivimos y nos movemos y somos", todos, en un sentido absoluto, somos esencialmente uno.
El mal, el pecado, la caída del hombre, representan la negación de esta idea en nuestros pensamientos. Tratamos de vivir sin Dios, de pasamos sin Él, como si tuviésemos una vida independiente, un espíritu separado; como si nuestros proyectos, nuestros fines, nuestros intereses fuesen distintos de los Suyos. Si tal fuese la verdad, la vida del universo no sería coordinada y armoniosa, sino un caos de rivalidades y de luchas; siendo separados de nuestro prójimo, podríamos injuriarle, robarle, herirle, o hasta destruirle, sin ningún perjuicio para nosotros mismos, más aún, cuanto más quitáramos a los otros, tanto más tendríamos en nuestro provecho. Mientras más pensásemos en nuestros propios intereses y más indiferentes fuésemos al bienestar de los demás, tanto más poseeríamos. De ello se seguiría naturalmente que nuestros prójimos tratarían de pagamos con la misma moneda, y, de ser ello la verdad, el universo entero se regiría por la ley de la jungla, y acabaría por destruirse a sí mismo en la anarquía creada por su propia flaqueza. Afortunadamente, ése no es el caso, y ahí reside la alegría de la vida.
No cabe duda que muchas personas se conducen como si creyesen que la verdad es así, y muchas otras, que aparentemente no lo creen, tienen, sin embargo, un sentimiento vago de que es así como están organizadas las cosas, no obstante que su conducta no corresponda a tal noción. Y es aquí precisamente donde se encuentra la verdadera base del pecado en todas sus manifestaciones, resentimiento, condena, celos, remordimientos, y toda la infinita gama del mal.
Esta creencia en una vida independiente y separada es el pecado primitivo, y antes de esperar algún progreso en nuestra vida espiritual, hemos de tomar el cuchillo y cortar esta cosa maligna de una vez para siempre. Sabiendo esto. Jesús insertó en el punto crítico de la oración una declaración cuidadosamente preparada, destinada a dar cumplimiento a Su fin y al nuestro. Su cláusula con respecto al perdón nos coloca en un trance definido, sin posibilidad alguna de escape, evasión, reserva mental o subterfugio de ninguna clase, a llevar a cabo el gran sacramento del perdón en toda su amplitud y poderoso alcance.
Cuando repetimos inteligentemente la Gran Oración con reflexión y sinceridad, nos encontramos de repente, por decirlo así, en un callejón sin salida, no quedándonos más remedio que hacer frente al problema. Tenemos positiva y definidamente que perdonar a todo aquél a quien de alguna manera debamos perdón, principalmente a aquellos que nos han ofendido. Jesús no deja lugar para ningún posible rodeo en este aspecto tan importante. Él compuso Su oración con más habilidad que la que ningún abogado desplegaría jamás en redactar un contrato. De tal manera la ha formulado que, una vez fija en ella la atención, nos es preciso, o perdonar a nuestros enemigos con toda sinceridad, o nunca jamás repetir tal oración. Si tratamos de recitarla sin perdonar de todo corazón, es probable que no podamos terminarla. Este gran precepto central se nos adherirá en la garganta.
Notemos cuidadosamente que Jesús no dice, "Perdóname mis deudas y yo trataré de perdonar a los otros". O "Veré si puedo hacerlo", o "Yo voy a perdonar en general, pero reservándome ciertas excepciones". Él nos obliga a declarar que hemos perdonado en verdad, y perdonado a todos, y es de este perdón que depende el nuestro. ¿Quién es aquél que posee gracia suficiente para decir sus oraciones, sin anhelar al mismo tiempo el perdón u olvido de sus propios errores y faltas? ¿Quién sería tan insensato como para buscar el Reino de Dios sin desear el verse redimido de su propio sentimiento de culpabilidad? Nadie, sin duda. Pues de la misma manera nos encontramos cogidos en la proposición ineludible de que no podemos demandar nuestra libertad, antes de que hayamos liberado a nuestro hermano.
El perdón de las ofensas es el vestíbulo del Cielo, y Jesús, sabiéndolo, nos ha conducido a la puerta. Hemos de perdonar a todo aquél que nos haya ofendido de alguna manera, y dejar fuera toda censura de la conducta de otros, si queremos entrar. Al mismo tiempo —cosa no menos importante— hemos de liberamos de todo sentimiento de propia condenación o remordimiento. Hemos de perdonar a los otros, y, habiendo cesado de incurrir en nuestros pecados, nos es preciso aceptar que Dios también los perdona a ellos, o no podremos alcanzar ningún progreso espiritual. Uno tiene que perdonarse a sí mismo, pero no podrá hacerlo sinceramente hasta que no haya perdonado a otros primero. Habiendo perdonado a otros, uno debe estar listo para otorgarse su propio perdón, porque rehusar hacerlo entraña solamente orgullo espiritual. Y por este pecado cayeron los ángeles. Nunca se insistirá demasiado en este punto; es necesario perdonar. Probablemente existe muy poca gente en el mundo que alguna vez no haya sido ofendida, o maltratada, o despreciada, o injuriada, o incomprendida, o tratada injustamente de alguna manera por alguien. Estas heridas viejas se ocultan en la memoria formando abcesos supurantes, y no hay más que un remedio, extirparlas y arrojarlas fuera. Y para eso no hay más que un método: el perdón.
Desde luego, nada hay tan fácil en el mundo como perdonar a quienes no nos han hecho mucho daño; nada es tan fácil como olvidar las pérdidas insignificantes. Todo el mundo está dispuesto a hacer esto. Pero la Ley del Ser nos exige no solamente el perdón de esas bagatelas, sino también de aquellas cosas tan duras de perdonar que al principio nos parece de todo punto imposible hacerlo. El corazón dolorido exclama: "Eso es mucho pedir. Tal cosa me ha herido demasiado. Es imposible. No puedo perdonarlo." Pero el Padre Nuestro pone como condición a nuestro perdón, que es escape de limitación y de culpa, el perdón de los otros. No hay alternativa para esto; tiene que haber perdón no importa cuán hondamente hayamos sido ofendidos, o cuán terriblemente hayamos sufrido. Tenemos que perdonar.
Si nuestras oraciones no obtienen respuesta, indaguemos en nuestra conciencia y veamos si hay alguien a quien todavía no hayamos perdonado. Tratemos de descubrir si no hay algún viejo motivo que nos mantenga llenos de resentimiento. Busquemos, no sea que aún alberguemos un sentimiento de hostilidad (tal vez escondido en la convicción íntima de que es nuestro derecho) contra algún individuo, grupo, nación, raza, clase social, determinado movimiento religioso que desaprobamos, un partido político, etc. Si es así, entonces hay una acción de perdón que tenemos que llevar a cabo, y cuando lo hagamos, probablemente podremos demostrar en nuestra vida la Presencia de Dios. Si no podemos perdonar en el presente, tendremos que aguardar hasta que podamos ver realizadas en nosotros las obras de Dios, y también tendremos que posponer la recitación del Padre Nuestro, so pena de colocamos en la posición de no desear el perdón de Dios.
Liberar a otros significa liberarse uno mismo, porque el resentimiento es en realidad una forma de sujeción. Es una Verdad Cósmica que se necesitan dos para hacer un prisionero —el propio prisionero y su guardián—. No se puede ser prisionero de sí mismo; cada prisionero debe tener su carcelero, y éste pierde la libertad tanto como su cautivo. Mientras alimentamos resentimiento contra cierta persona, estamos atados a ella por un enlace cósmico, por una verdadera cadena de carácter espiritual. Estamos cósmicamente unidos a lo que odiamos. La única persona tal vez a quien aborrecemos en el mundo, es la misma a quien nos unimos por una cadena más fuerte que el acero. ¿Es eso lo que deseamos? ¿Es ésa la condición en la que queremos seguir viviendo? Recordemos que pertenecemos a la cosa a la cual estamos atados en pensamiento, y que, si ese enlace subsiste, tarde o temprano el objeto de nuestro rencor intervendrá de nuevo en nuestra vida, probablemente para causar nuevas calamidades. ¿Estamos dispuestos a arrostrar tal contingencia? Sin duda que no. En ese caso la única manera de liberamos es cortar los lazos que nos hacen vulnerables por un acto puro de perdón. Desatemos el objeto de nuestro resentimiento, y dejémoslo ir. Mediante el perdón nos libramos a nosotros mismos, y salvamos nuestra alma. Y como la Ley del Amor es la misma para todos, ayudamos también a nuestro ofensor a liberar la suya.
Pero ¿cómo, en el nombre de todo lo que es sabio y bueno, se llevará a cabo el acto mágico del perdón, cuando hemos sido tan profundamente lastimados que, aunque lo hemos deseado con todo el corazón, nos ha sido completamente imposible perdonar, y habiéndolo intentado una y otra vez hemos encontrado la tarea más allá de nuestras fuerzas?
La técnica del perdón es suficientemente simple, y no difícil de poner en práctica tan pronto la entendamos. La única cosa esencial es la voluntad de perdonar. Una vez sentado que deseamos perdonar a nuestro ofensor, la mayor parte de la obra está hecha ya. El acto de perdonar se convierte para muchos en un fantasma porque mantienen la impresión errónea de que perdonar a una persona implica al mismo tiempo, que tal persona nos agrade. Felizmente no es éste en modo alguno el caso —no se trata de que nos guste alguien por quien no sentimos espontánea simpatía, y en verdad no es posible sentir agrado hacia otros por obligación—. Tratar de hacerlo equivale a querer sujetar el viento en la mano cerrada, y si uno persiste en forzarse a sí mismo a hacer tal, terminará por aborrecer a su ofensor en grado aún mayor que antes. Muchos buenos cristianos solían pensar que, cuando alguien los ofendía mucho, era su deber cultivar un sentimiento de amistad y cariño hacia quien los maltrataba; y como tal cosa es de todo punto imposible, resultaba que caían en tristes estados de abatimiento y confusión, que terminaban necesariamente en una deplorable sensación de fracaso y de pecado. No estamos obligados a sentir amistad por nadie, a no ser espontáneamente; pero si estamos bajo la ineludible obligación de amar a todos; amor o caridad, como lo llama la Biblia, que significa un sentimiento activo e impersonal de buena voluntad. Esta actitud no tiene directamente nada que ver con nuestras simpatías individuales, aunque va siempre seguida, tarde o temprano, por una maravillosa sensación de paz y felicidad.
Este es el método para llevar a cabo el perdón: Apartémonos a donde podamos estar en quietud; repitamos una oración de nuestra preferencia, o leamos un capítulo de la Biblia. Entonces repitamos serenamente, "Yo perdono libre y totalmente a X; lo libero y lo dejo ir. Perdono sin reservas todo lo tocante a este asunto. En todo lo que a mí me concierne, está terminado para siempre. Dejo al Cristo que está en mí toda mi carga. Ahora X está libre y yo también. Le deseo bien en cada fase de su vida. Nuestro incidente ha terminado del todo. La Verdad de Cristo nos ha hecho libres a los dos. Doy gracias a Dios". Entonces levantémonos y vayamos a lo que nos interesa. Bajo ningún concepto repitamos esta operación de perdonar, porque se entiende que lo hemos hecho de una vez para siempre, y hacerlo una nueva vez significaría tácitamente que hemos repudiado lo hecho con anterioridad. Después, siempre que el recuerdo del ofensor o de la ofensa venga a nuestra mente, bendigámosle brevemente, y echemos fuera tal pensamiento. Hagamos esto cuantas veces tal pensamiento nos inquiete. Volverá cada vez con menos frecuencia, y terminaremos olvidándolo del todo. Luego, es posible que tras un intervalo más o menos largo el viejo incidente vuelva a la memoria una vez más, pero entonces comprobaremos que toda la amargura y resentimiento han desaparecido, y que ambos estamos libres, con esa libertad perfecta que conocen los hijos de Dios. El acto de perdón ha sido completo, y una maravillosa experiencia de gozo inundará nuestro ser como manifestación positiva de la Presencia de Dios en nuestra vida.
Todo el mundo debería practicar el perdón general todos los días. Cuando hagamos nuestras preces diarias decretemos una amnistía general, perdonando a cada uno que pueda habernos herido de alguna manera, pero sin particularizar en lo más mínimo. Simplemente digamos: "Con todo el corazón perdono a todos." Luego, si durante el día viene el sentimiento de rencor a nosotros, bendigamos brevemente al culpable, y fijemos la atención en otra cosa. Tal actitud disipará todo resentimiento y toda condenación; tendrá una influencia vivificante en nuestra salud y felicidad, y en verdad efectuará en nosotros un cambio revolucionario.
(Tomado del libro "El Sermón del Monte" Emmet Fox - Serapisbey Editores.

El pan nuestro de cada día dánoslo hoy...


Porque somos los hijos de un Padre que nos ama, podemos esperar de El todo lo que necesitamos. De manera natural y espontánea los niños esperan recibir de sus padres todo lo que les falta, y de igual manera debemos nosotros contar con Dios. Si con fe y conocimiento lo hacemos así, jamás esperaremos en vano.
Es la voluntad de Dios que nuestras vidas sean sanas, felices, abundantes en experiencias de dicha;
que progresemos libre y constantemente, día tras día y semana tras semana, a medida que vamos adelante en el camino que conduce a la perfección. Para ese fin hemos menester alimento, ropas, abrigo, medios de viajar, libros, etc; sobre todo necesitamos libertad, y la Oración incluye todas estas cosas en la palabra pan. El pan, es decir, no significa solamente el alimento, sino todo lo que el hombre necesita para disfrutar una vida sana, feliz, libre y armoniosa. Pero para obtener esos bienes tenemos que demandarlos, no necesariamente en detalle, pero tenemos que pedirlos, reconociendo a Dios, y sólo a Dios, como la fuente de todo nuestro bien. Toda privación será siempre explicable por el hecho de que hemos buscado nuestros bienes en alguna fuente secundaria, en vez de recurrir a Dios mismo, el Autor y Dispensador de la vida.
Generalmente pensamos que nuestros recursos financieros nos vienen de nuestras inversiones, o de ciertos negocios, o tal vez de nuestro patrón; cuando en verdad éstos no son más que los canales por los cuales nos viene lo que la Fuente Eterna provee. El número de canales es infinito; la Fuente es Una. El medio particular por el cual recibimos nuestros recursos de hoy, cambiará probablemente mañana, porque el cambio es ley cósmica en la manifestación de la vida. El estancamiento es la muerte, pero en tanto comprendamos que la Fuente de nuestras posesiones es el Espíritu inmutable, todo va bien. Si un canal se obstruye, otro se abrirá inmediatamente. Por otra parte, si creemos, como la mayoría, que ese medio particular es la fuente de nuestra prosperidad, tan pronto como se obstruya, lo cual ocurre a menudo, nos encontraremos en la pobreza porque creemos que la fuente se ha secado —y los efectos en el plano físico son siempre tal y como nos los imaginamos.
Tomemos el ejemplo de un hombre que considera su profesión como la única fuente de sus recursos, y supongamos que, por una u otra razón, pierde su puesto. Debido a que él cree que su posición es su única fuente de ingresos, el perderla significará, naturalmente, que sus ingresos cesan. De esta manera tiene que dedicarse a buscar nuevo trabajo, y acaso transcurra un largo tiempo durante el cual se vea prácticamente en la pobreza. Pues bien, si tal hombre, mediante la comunión espiritual diaria, hubiese comprendido a Dios como el único dispensador de sus bienes y a su puesto sólo como el camino particular por donde venían, entonces, al cerrarse el que antes tenía, otro —y probablemente uno mucho mejor— se habría abierto inmediatamente. Si su confianza hubiese estado en Dios como fuente de sus recursos —en Dios, que es inmutable, infalible, eterno—, entonces nueva ayuda le habría llegado de alguna parte, a través de cualquier canal, de la manera más fácil posible.
En un caso precisamente igual un hombre de negocios puede encontrarse obligado, por razones que están fuera de su alcance, a cerrar su empresa; o aquél cuyos recursos consisten en bonos y acciones puede encontrar un día que sus valores han bajado a cero, debido a acontecimientos inesperados en la bolsa, o a alguna catástrofe en una fábrica o una mina. Si este hombre considera su negocio o sus inversiones como su fuente de recursos, creerá entonces que tal fuente se ha secado, y lógicamente sufrirá las consecuencias; mientras que si su confianza descansa en Dios, permanecerá en cierto modo indiferente al canal por el cual recibe, que será fácilmente suplantado por uno nuevo. En suma, debemos ejercitamos en considerar a Dios como la Causa o Fuente de donde nos viene todo lo que necesitamos, que ya el canal —cosa enteramente secundaria— vendrá por sí mismo.
En su sentido más importante y profundo, nuestro pan de cada día significa la realización de la Presencia de Dios —la íntima convicción de que Dios no es solamente un nombre, sino la Gran Realidad—; la seguridad de que, porque Él es Dios, perfectamente bueno, omnipotente, sabio y misericordioso, no tenemos nada que temer; que podemos confiamos a Él porque Él se encargará de nosotros, que Él quiere proveemos de todo lo que hemos menester, enseñarnos todo lo que necesitamos saber, y guiar nuestros pasos de tal manera que no cometamos errores. Éste es el sentido de Emmanuel, o Dios con nosotros; y sepamos que eso significa, sin lugar a duda, cierto grado de actual realización, es decir, cierta experiencia consciente, y no un mero reconocimiento teórico del hecho; no simplemente hablar de Dios, por muy bellamente que lo hagamos, o pensar acerca de Él, sino tener de El una experiencia real en algún sentido. Cierto que debemos empezar por pensar en Dios, pero esto debe conducir a la realización de su Presencia, que es el pan, o maná. He aquí el punto esencial. La realización, o experiencia de Dios, es lo que importa. Ella es lo que marca el progreso del alma, lo que asegura la demostración; o la manifestación de Dios en nosotros. La realización, que nada tiene que ver con elegantes teorizaciones de palabras, es "la sustancia de las cosas que se esperan, la demostración de las cosas que no se ven". Tal es el Pan de Vida, el maná oculto; cuando uno lo tiene, posee todas las cosas en verdad y en hechos. Jesús se refiere varias veces a esta experiencia como pan, porque es el alimento del alma, tal como el alimento material es para la nutrición del cuerpo. Con esta sustancia el alma se desarrolla y se fortalece; privada de ella se marchita y atrofia.
El más corriente error, por supuesto, es pensar que basta un reconocimiento formal de Dios, o que hablar de las cosas divinas, por más poéticamente que se haga, es lo mismo que poseerlas; pero esto es exactamente lo mismo que suponer que mirar un plato de alimento o discutir acerca de la composición química de sus ingredientes, equivale a comérselo. Tal error es la explicación al hecho de que mucha gente ora durante largos años sin resultados; porque si la oración es una fuerza viva, es imposible orar sin que algún resultado se produzca.
La realización no se obtiene por mero deseo; ha de venir naturalmente como resultado de la oración metódica diaria. Buscarla por el poder de la voluntad es la vía más segura para no llegar a ella. Oremos con regularidad serenamente, recordando que todo esfuerzo o agonía mental se frustra a sí misma, y luego, tal vez cuando menos la esperemos, como ladrón en la noche, la realización vendrá. Mientras tanto, es bueno saber que toda clase de dificultades prácticas pueden ser vencidas por la oración sincera, aun sin que ocurra una realización consciente. Hemos sabido de algunas personas que han tenido sus mejores demostraciones con un grado mínimo de realización; pero en general no logramos el sentimiento de seguridad y bienestar, al cual tenemos derecho hasta que percibamos en nosotros mismos la Presencia Divina.
Otra razón por la cual la Presencia de Dios es simbolizada por un alimento, es que la acción de ingerir nuestro sustento material es esencialmente algo que debe ser hecho por nosotros mismos. Nadie puede asimilar alimento por otro. Podemos emplear criados para que hagan toda otra clase de menesteres; pero hay una cosa que tiene que ser realizada por uno mismo: comer el propio alimento. De la misma manera, nadie puede realizar por nosotros la Presencia de Dios. Podemos y debemos ayudar a otros a sobrellevar determinadas dificultades: "Sobrellevad los unos las cargas de los otros", pero nadie puede pensar ni sentir por nosotros, y el acto de ver en espíritu la "sustancia" y la "demostración" de la Presencia Divina no puede ser cumplido sino por el individuo mismo.
Hablando de este "pan de vida". Jesús lo llama el "pan cotidiano". La razón de ello es muy fundamental: nuestro contacto con Dios debe ser latente y vivo. Es nuestra actitud real hacia Dios lo que gobierna nuestro ser. "He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de la salvación." La cosa más fútil del mundo es tratar de vivir un concepto que pertenece al pasado. La cosa que tiene verdadero valor espiritual en nuestra vida es verificar la Presencia de Dios aquí y ahora. Nuestra más débil realización de hoy tiene infinitamente más poder de ayudamos que la más viva de ayer. Seamos agradecidos por nuestras experiencias pasadas, sabiendo que ellas quedan con nosotros para siempre en el cambio que han operado en nuestro ser, pero no confiemos un ápice en ellas para nuestras necesidades de hoy. El Espíritu Divino Es, y el flujo y reflujo de la aprehensión humana no lo hace cambiar. El maná del desierto en el Antiguo Testamento, es el prototipo de esto. Las tribus que vagaban por el desierto recibieron la promesa de que les caería del cielo cada día una cantidad de maná suficiente para las necesidades de cada uno de ellos, con la advertencia de que no guardasen nada para el día siguiente. Bajo ningún concepto debían comer los alimentos del día anterior, y los que desobedecían eran castigados con la pestilencia o la muerte.
Así es con nosotros. En tanto tratemos de sustentamos en nuestra realización de ayer, estamos tratando de vivir en el pasado; y vivir en el pasado es morir. El arte de la vida es vivir en el presente, y hacer cada momento actual tan perfecto como sea posible, cayendo en la cuenta de que somos instrumentos y la expresión misma de Dios. La mejor manera de preparamos para mañana es hacer que el día de hoy sea todo lo que debe ser.
(Tomado de el libro El Sermón del Monte - Emmet Fox - Serapisbey Editores)